Conocí a Tomás Eloy en otoño, en un bar de una pequeña ciudad de luces tenues y carteles en inglés. Miraba hacia afuera y sus manos se unían a través de una taza de café humeante apoyada entre ellas. Lo vi desde la calle, mientras caminaba sin rumbo, y dudé de ese azar benévolo o distraído que nos cruzó. Pero era él, no había dudas. Lo delataban su mirada triste, de párpados caídos, y esas dos arrugas –ya canaletas– verticales en el entrecejo.Read More
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